
No he desentrañado aún ningún misterio, ni he clausurado ninguna de mis puertas. Quiero permanecer alerta ante el ataque de la fragancia sin igual de los jazmines, que ya salen a mi encuentro de regreso en las noches cuajadas de cielo raso y entraña azul inacabable.
Quizá, tan sólo soy capaz de encaramarme en el blanco pretil de la azotea y ver como los gatos caminan justo enfrente, con su almohadillado paso, flexibles, arrulladores y desafiando alturas. Buscando...
O cómo se mueven oscilantes los puntitos de luz del horizonte. Abajo, la carretera, convertida en una serpiente interminable, es recorrida por cientos de luciérnagas que deambulan, van, vienen y centellean. Cada una de ellas, guarda alguna historia, transporta una palabra de amor, o un desamparo, o un "ésto se acaba", o una promesa que no será cumplida.
Nunca desentrañé ningún misterio, y me conformo sólo con apoyar mi espalda en la encalada almena, y respirar la brisa de la noche. Mi nariz reconoce la marisma, aún salvaje, reino de sal, compuertas y sepina.
También huelo a tabaco. Alguien ha prendido un cigarro no lejos de mi puesto de guardia improvisado. Y me llegan los ecos de una melodía. Abajo, alguien baila.
Soy una estatua y no quiero moverme. La brisa de la noche posa sus dedos de tafetán sobre mi cara. Mientras, la bajamar lustra el fango.